24.11.10

Amor

Vengo de un funeral, de un entierro, y lo único que puedo hacer es lo de siempre: sentarme y escribir. Mi conciencia es como algo que rebota entre dos paredes, o mejor, es esas dos paredes entre las que reboto. ¿Cómo contar una historia que termina con la muerte y yo ahora sentado escribiendo con una mano y la otra por completo destrozada? Como toda historia, concepción o guerra, podría comenzar en el fondo de un vaso, removido en un último trago. Podría explicar las cosas que tienen sentido y retrotraerme al gusto del whisky en los labios en comparación al agua que ahora tomo cada dos horas con las pastillas. Podría, pero eso no explicaría nada. Me haría sentir igual, cansado y dolorido. Tal vez podría contar un poco de ella. Estudiaba periodismo, unos meses antes de conocerme había dado el último examen, y lo había perdido.

El agua no hace nada por calmar los rebotes de mi conciencia, o por aplacar el dolor. Las pastillas son una mierda, nada de whisky, nada de cerveza, nada de vino. No como ese día. El bigote siempre me queda mojado, ella solía limpiarlo con su pañuelo blanco mientras me contaba de alguna investigación en la que estuviera trabajando. Sus palabras algunas veces no parecían interesantes, eran un murmullo que acompañaba el brillo de sus ojos o el baile de sus labios. Algunos días estoy seguro de que la amaba. Otros, otros no me interesaba. Era el tiempo libre, las horas sin papeles, un cuerpo en que reposar mi propia conciencia. Otro muerto, podría haber dicho.

Las luces están lo suficientemente bajas para que apenas vea el teclado. Parece nuevo, como si hoy fuera el día cero de nuevo y yo fuera a la tienda a reclamar. Ella me atiende y me explica lo del bloqueo. Nada más. Algunas horas después me la encuentro en la calle, llueve sin ganas. Mi memoria no llega más allá. La siguiente imagen en el álbum estamos sentados cenando con sus padres, creo que ha pasado un mes, tal vez dos. Mi memoria es un puzzle después de un bombardeo. Faltan y sobran piezas, las que deberían encajar no lo hacen, lo único que queda es agarrar un tijera y emparejar los bordes. La pila de sobras y recortes será enorme: a eso podemos llamar una vida. Tampoco recuerdo cómo era su padre, o su madre, la foto hace todo el trabajo y yo elijo creer que es cierto. Su hermana es el teléfono desde el cual escuchábamos su voz cuando llamaba. Alguna vez bromeé pensando que su hermana no era real. Algo de su nombre no funcionaba: Sara.

Necesito un nombre para ella. No puede ser el suyo. No queda mucha agua en la botella y todavía me quedan cuatro horas de pastillas. No tiene sentido dormir o pensar. Mi conciencia no se detiene y da vueltas, rebotando. Va gastando de a poco los bordes, o se va gastando a si misma desde su interior doble, en los ladrillos que van perdiendo peso cuando reboto contra ellos. Mi mano. Cansa escribir así, y si trato de mover los dedos a través del yeso el dolor empeora. Es como mi conciencia, no se calla, y no hay alcohol para drogar ni a lo uno ni a lo otro. Mi mano. Un nombre de mujer. Nada viene a mi mente, solo el mismo nombre que no quiero pronunciar. Ya le di el adiós hoy, me senté cerca de su tumba y lloré todo lo que podía y algo más. Mierda. Llené el vaso demasiado y casi se vuelca, gotas de agua se deslizan por el borde y mi bigote cuando tomo. No quiero secarlo y quiero que sus gotas caigan sobre la mesa y las teclas. El teclado parece nuevo cuando mi mano izquierda lo recorre torpe y equivocándose. Si ella estuviera ya habría secado mi bigote y dicho que me acostara. Habría citado alguna estadística de cadáveres bien parecidos y mal dormidos o simplemente insinuado que se iba. Cualquiera de las dos cosas era suficiente para hacer que apagara todo y vaciara de un trago el vaso.

Sus libros de estudio aún están sobre la mesa. Hace cuatro horas debió ser su examen. Incluso yo sé algunas de las respuestas, de a pedazos, dudando. Jugaba a que sabía lo que ella diría en el maldito examen. Jugaba a que ella salvaría y finalmente podría ser feliz un rato. Jugaba a que ella me besaría de nuevo una vez saliera y fuera libre. Soñaba con ese mundo de paz. Soñaba con ese paraíso. Soñaba.

El freno me despertó de golpe. Como siempre había tomado algo más de la cuenta y ella me llevaba a casa. Las llaves estaban en el bolsillo del saco con el que me había tapado para que no tuviera frío. Las ventanas iban cerradas y en la radio sonaba alguno de los éxitos de los ochenta. Un presentador sin voluntad leía mensajes y en algún momento dijo algo sobre el amor. Entonces la miré y traté de sonreír. Lo romántico no es lo mío. Ya dije antes que no sé si la amaba, o más bien que la amaba a ratos, pero entonces sentí un calor en el pecho, detrás de las costillas, en algún lugar donde puede ser que esté el corazón. Mierda de mundo. Ella sonreía igual, con las manos en el volante y mirando de costado hacia mi. Si me hubieran dicho entonces que ella me amaba lo habría creído, diablos, si me hubieran dicho entonces que yo la amaba me lo habría creído también. Pero no nos dijimos nada. Creímos que esa sonrisa bastaba, y no pudimos adivinar que era lo último. El tren embistió el auto a la altura del motor, de su lado, encandilándome mientras se acercaba. Mierda, no hice nada. Capaz que balbuceé algo. Pero nada más.

12.11.10

Después de despertar tantas veces alguna me tenía que pasar. Eso, por supuesto, de verla a mi lado. Su hombro un poco asomando desde debajo de las sabanas. Su rostro vuelto hacia mí, apenas distante. Como hoy, como ahora. Puedo verla perfectamente, su cara nunca tan hermosa, disfrutar el más leve pliegue de su piel, la comisura de los labios inmóviles, como suspendidos. Así, quieta, letárgica incluso, podría llegar a  parecer que está muerta.  Doy vueltas a esa idea sin querer tomarla en serio pero poco a poco el temor se afianza en mí, caprichoso, alentado por su quietud, por lo imperceptible de su respiración, si es que acaso aún se pudiera escuchar. En verdad está muerta, termino por concluir, ingenuo, casi como un niño lo haría, y tan solo una extraña fuerza me retiene en mi impulso por tomarla entre mis manos y sacudir su cuerpo unicamente para confirmar mi terrible sospecha. Muerta. Muerta. Intento llorar pero ni eso me sale en la desesperación. ¡Muerta! ¡¿Por qué?! Ella se mueve apenas y suspira desperezándose. Sonrío, aliviado. Al menos eso intento. Es que la intención se pierde entre mi mente y mis labios, esbozada e irresuelta. Veo como ella abre sus ojos y me ve. Recorre mi rostro con la misma calidez y ternura con la que yo lo hiciera antes. Encontrando sus ojos en los míos se produce un cambio alarmante. Algo imposible de definir,  algo entre la tristeza, la rabia y el horror, por sobre todo el horror. Esa ola indefinible se expande por toda su faz directamente frente a mis ojos que no se logran apartar por más que concentro en ellos toda mi energía, todas mis fuerzas. Ella salta sobre mí y comienza a sacudirme diciendo mi nombre sin tregua y, de pronto, sin aviso, suma un grito desgarrado a todos sus intentos por despertarme. Yo sigo igual, un poco desconcertado, aún trabado en esa sonrisa que no parece querer formarse del todo.