14.11.11

de las estrellas el nombre perder,
como si fuera salvarse saber,
y condenarse entender. 

De los ríos accidentados dispersos,
mesopotamias de infancia,
elegir el más tenue celeste,
y llenar los espejos de azul.

De las sumas restas,
y de dividendos producto,
uno y uno, seis por seis, 
divido diez... a fracción, de nuevo.

Prócer, prócer, bandido, prócer,
bandera, escarapela, pericón, Perico,
Platero, plata, de la Plata, río.

14.10.11

Como un niño que amanece
en el vientre ensopado de miedo,
sudando las penurias del sueño. 

Despacio tentando la carne
con sus manos y pies,
averiguando e inquiriendo toda 
eventualidad
todo rellano de piel. 

Ensayando su deleitante imperturbabilidad
todavía soñolientos sus sentidos,
y recalcando la cíclica redundancia
de dos corazones,
al unísono, hermosos. 
          
"no fue un buen día."

16.8.11

Qué nos queda...

Si no coincidimos en ningún lugar de física agradable,
si no nos vemos entre cruzados en algún pasillo lisiado
ni intentamos aprender los derroteros uno del otro,

si apenas somos la incidencia de un hola diario,
un beso encaminado a alguna charla o conferencia,
y sujetar en una mañana todas,

qué nos queda para decirnos en el umbral,
para desmenuzar entre los dedos hambrientos de botones
y los labios encargados de la tarea...

6.7.11

En el medio de la habitación hay un charco de agua amarronada. Se ha roto el caño del apartamento de la casa de arriba. Cada tanto cae una nueva gota y ablanda mi pensamiento, lo distrae de las preocupaciones y lo obliga a agilizar sus decisiones, por otro lado prosaicas a esta altura. La gota lo lleva a recordar alguna época anterior al tiempo que se puede medir con el reloj dorado de pulsera o con el de pared herencia.

Inmiscuyéndose en la neblina, impulsados por el olor del agua, mis pensamientos deciden imbricarse con el sueño, y mientras sigo sumando con los dedos torneados alrededor de la lapicera estoy también en ese pasado acrónico. Sobre la mesa de caoba y fresno la agenda tiene los nombres de gente que no veo hace tiempo. Los representantes de algunas imprentas vienen hoy a preguntar por los últimos recortes y si tenemos algo más que agregar. Todo parece pronto. Tengo la sensación, como un vahío de mareo, de que si me pusiera a sumar con este yo me perdería en el instante y estaría de nuevo frente al charco. Solo la bifurcación constante puede mantenernos duales.

El teléfono suena dos o tres veces y cuando atiendo las noticias fluyen como un deja vu, si quisiera como truco de prestidigitador podría adelantarme a lo que me van contando con voz agitada. Es diferente poder dar con calma y simulado nerviosismo las órdenes, órdenes que resultan tan fáciles, claras, indiscutibles cuando se recuerdan ya dadas. De a poco he comprendido qué momento estoy reviviendo, mi otro yo ya llega a los setecientos, y yo estoy seguro de que de un momento a otro entrará Lucy a buscarme. Comeremos en el restaurante, verduras salteadas ella y yo un buen bistec al cordon bleu. Las copas rebosaran un rato y después sacaré la billetera para pagar. Demasiado raro suena saber que eso sucederá. Que ninguna llamada interrumpirá la tarde, la cortará en seco. Ochocientos. Podría hacer cualquier cosa por alterar el recuerdo, levantar el teléfono y llamar a Lucy, cancelarlo todo e ir a casa temprano. Despedir a Henry. Cualquier cosa. Pero no tengo un motivo, una razón, a no ser ese deseo de alterar mi memoria. Pero cuál es el punto de revelarse contra lo ya sucedido, tratar de cambiar el recuerdo, la historia como de granito, sus consecuencias, fallas de diseño persiguiéndonos. Novecientos.

Escribo la nota que estoy pensando mientras cuento, lo hago con la pluma Montblanc, feliz de poder volver a sentirla entre mis dedos. La conexión se tensa cuando en común acuerdo mis dos yo apretamos los dedos en el gesto de escribir. Mil ciento veinte. Si pasa de nuevo se acabó, lo sé, lo presiento. Debo apurarme. Empiezo por lo que puedo recordar, no ocupa más de una carilla. Tomo aire, como si me hubiera cansado echar fuera todo hasta un presente aleatorio, una hora que no era una fecha en ningún almanaque que conservara. Al saltar ese ahora ficto comienza la ficción de un futuro que es imposible biológica y físicamente recuerde. Señalo los fallos antes de cometerlos, como si en lugar de accidentes hubieran sido premeditados e intencionales, como si nunca hubiera sido mi intención prevenir, evitar. Había menos remordimiento en la tinta que en las palabras: cómo me arrepiento de algo que aún no ha sucedido, que podría no suceder, que de suceder ya estaré prevenido. Mil trescientos. Mi yo está como a través de una neblina, a medida que escribo eso que creo un futuro pierdo la certeza, como si mi convicción se trasladara al papel, como si pudiera residir solo en un lugar a la vez y no más.

Cuando termino estoy sudando. No puedo asegurar lo que he escrito sin leerlo antes pero tampoco me animo a eso. Sospecho que casi es la hora de ir a ver a Lucy como tenía planeado pero me preocupan las carillas manuscritas frente a mi. Mil ochocientos. Las guardo en la caja fuerte adivinando una neblina sobre mi mano, como si se borroneara y unos dedos parecidos se apoyaran al mismo tiempo sobre la manija. Al meter los papeles dentro, sin haberme atrevido a leer nada hasta ese momento, mis ojos se posan sobre las últimas letras que dicen adiós. La otra mano se disuelve, como si al fin pudiera enfocar bien la vista.

12.5.11

Angor


Cuando ya ni vida le quede
finalmente podrá morir.



Ese era su nombre, el de aquel que era dos veces siendo uno. Su yo de agua y su yo que cuelga. Un yo de rizos húmedos y fluidos, de la luna en el pecho y las estrellas a sus pies. De luces danzantes. Un yo que fluye quieto, obediente, como pez sobre las ondas del río. Un yo de murmullos de guijarros y espuma en la ribera, apacible como fluir mismo.

Y ese otro yo tan diferente de aquel, ese yo que mira la misma luna borrosa sin dientes al revés. Un yo de pelo sangrado, de lengua y piel levemente escaldadas. De pies descalzos color carbón. Un yo que ya no se debate preso, que ya no se agita, que perdió su aletear de pez que saltaba del agua antes de volver a caer, que apenas se mueve al ritmo del viento. Un yo callado hasta de murmullos.

Ajeno e implícito el yo de agua ha asistido al metódico juego de ellos. Una inquina sin ira ni odio, tan desprovista de pasión, tan metódica, tan sin fin ulterior. Solo placer silencioso y paciente, de hurgar, de arrancar, de forzar... hilándose en la armonía de acercar en cada paso la noche al final pero sin nunca permitirle acabar.

Entretanto el que cuelga ha huido al ensueño fuera del horror pausado e insistente. Del insidioso silencio y los rostros apáticos que de a poco, pronto, usando tenazas heladas removerían las uñas, y más tarde la piel misma, con calma, como quien no tiene apuro, al mismo tiempo que sobre el puente sigue pasando un incesante río de lejanas y fugaces luces.


14.4.11

Insomnio



La cercanía debería haber inundado esta crónica, saturando de cariño las palabras, eclipsando la sinceridad a bien de la amistad. No puedo negar la naturaleza del error.

Friedeman



Tuve un amigo que en una época dormía con sinceridad, sin necesidad de aspaviento. Si acaso su único problema cuando joven era que en la sinceridad de su disfrute se adelantaba y no podía conciliar el sueño. Durante horas ese desvelo de naturaleza compleja demoraba el sueño, y cuanto más lo añoraba, es obvio, más se resistía a soltarse a los brazos de morfeo. En el lapso irrestricto de tiempo entre la conciencia y el sumirse en el abismo de pesadillas estoy seguro que era el hombre más feliz del mundo.

Hay veces que prefiero el sueño. No la simplicidad de esa imagen como de vitrina, falsa, deslucida que nos prestan muchas veces, tan clara, tan recordable y perfecta que no puedo creérmela. Así no son mis sueños en todo caso, prefiero la turbulencia de vidas y posibilidades, la epilepsia narrativa contigua más que causal o continua, el abandono de los preceptos de tiempo espacio y materia, el despojo de casi toda relación –más que objeto– en la memoria para en unos pocos minutos reconstruir un mundo, por definición y génesis sin duda endeble, pero forzosamente cierto, porque en él despierto, hundido sin consultas ni miramientos.

Armar un mundo, como con piezas de encastre, gastadas, marcadas de otros usos, nunca nuevas, un mundo que va mostrándose a medida que avanzo y se hace necesario ese avance para nunca llegar al borde, a una playa desierta que se extiende indiferente más allá de donde alcanza la vista, y una breve franja de océano como si en realidad observáramos desde lejos, como si alguna vez si corriéramos hacia el agua encontraríamos eventualmente que el mundo se acaba, sin brusquedad como algo premeditado y perfectamente normal.


Me gusta imaginar que el habría estado lo suficientemente de acuerdo conmigo para hacer suyas estas líneas que yo preparé para que explicara su mundo. Como proyección son pobres, lo sé, pero la afinidad que me genera su historia me obliga a tratar de darle, tardíamente, cierto, las armas que habría necesitado para defenderse de una realidad hostil que lo había privado de una parte de si mismo.

* * *

Al despertar todas las premoniciones son infundadas, los recuerdos de dudosa procedencia y los razonamientos siguen una doble lógica, la cual nos es, como mínimo, desconcertante. La distancia entre los hechos se ensancha a medida que permanecemos despiertos, como recapitulación necesaria para retomar esa vida que dejamos abandonada apenas unos instantes antes. Seguramente muchos temen que esa recapitulación alguna vez no sea posible, entonces la pregunta cambia, ¿existe una solución, un previsión última que nos ponga a salvo de esa posibilidad? ¿Sería realmente necesaria esa solución?


Mi amigo alguna vez prefirió los sueños, ya intenté que lo dijera con mis palabras, no los de vitrina sino los otros. Los prefirió a una realidad insolvente pero sin el reparo del despertar. La amenaza de una adicción previsible nos obligó a internarlo en una clínica. Le suministraban grandes cantidades de café y estimulantes, tratando de mantenerlo en este mundo a través de medidas en el fondo casi irrisorias, difíciles de tomar en serio. Por ese tiempo debí emprender mi viaje. Si hubiera sido de otra forma habría estado para sugerir que le administran otro tipo de curas, les habría recordado que el secreto no está en tratar de mantener al otro en este mundo por la fuerza, sino en darle una razón para que el mismo lo haga, cosas fáciles de decir ahora. Cuando llamaba me contaban sobre su estado deplorable, que sus intereses habían disminuido a unos pocos y más tarde que ya no hacía otra cosa que dormir sin importar cuanta sustancia le suministraran. En ese entonces tampoco tuve la lucidez, los negocios consumían todas mis horas en vela, de considerar si los sueños podían al igual que los libros secar el entendimiento. Si podíamos confundir un mundo y el otro, o lo que es lo mismo, elegir confundirlo. Más tarde, leyendo las divagaciones de otros autores, llegué a la conclusión que cualquier materia puede tener esa cualidad, o mejor, que cualquier entendimiento es susceptible de ese proceso.

Cuando volví mi amigo ya se había curado. Su afán de llenar cada momento con sueño había muerto. Las drogas habían dado en el lugar justo, bloqueando el acceso de su subconsciente o lo que sea que controle los sueños. Ya no anhelaba dormir, pero el secreto de la muerte de ese anhelo era oscuro como pocos. Solo pude acceder a él luego de mucho tiempo y prolongadas entrevistas. Fue tomando forma antes de ardua conclusión que de revelación o confidencia. Probablemente nadie se había preocupado lo suficiente para llevar adelante tal investigación plagada de conjeturas. Al comienzo del tratamiento, al parecer, mi amigo había continuado con su vieja costumbre de dejarse dormir en cualquier momento, pero, de acuerdo a sus declaraciones, ya no soñaba, o no recordaba sus sueños (nunca me he decidido yo mismo a optar por una teoría descartando la otra). En los registros él parecía alternar indistintamente entre ambas expresiones como si significaran lo mismo. En todo caso quedaba claro que ya no tenía disfrute. Según he averiguado siguió tratando durante algún tiempo de recuperar ese disfrute, esas experiencias, pero creo que llegó a la conclusión que había agotado el caudal de sueños que le corresponde a una vida. Conociéndolo nunca habría admitido que drogas profanas podían quitarle su mayor placer, incidir en su mundo privado. Sería prueba suficiente decir que nunca tuvieron que forzarlo, ni una vez, a tomar las pastillas aún a sabiendas de su pretendido efecto. No, él nunca puede haber creído que esas sustancias eran la causa: nunca lo habría proclamado, aún sobre las coincidencias de fechas y dosis, admitirlo habría ido contra su propia esencia. También ese fue uno de los raros secretos de la cura.

Imposibilitado de experimentar, o recordar -ya sutil diferencia si todavía la hay en este caso- , comenzó a temer la prolongación infinita de esa ausencia. Como posibilidad debió resultarle mortificante. Nunca volver a soñar. Aquellos que amamos nuestros sueños con fervor, suponiéndolos algo más que simple aleatoriedad intencional, estamos cerca de saber lo terrible de ese miedo a lo inaccesible. Podría ahora hacer espacio para detallar las medidas que en sus momentos de mayor desosiego tomó para tratar de invocar a sus aliados del sueño, para tratar de atraer hacia sí de nuevo esos mundos que lo fascinaban y que ahora lo habían desterrado. Podría pero no lo haré, la indignidad de los mismos, un hombre en su desesperación, si bien ejemplo perdurable, no debe ser proclamada en su turbiedad, expuesto a la mirada incisiva del biólogo desprovisto de piedad.

Por despertar último, supongo, tuvo el darse cuenta de que nunca más soñaría -en ese entonces no tenía forma de llamar a esa convicción realidad, si bien creo que ya la intuía como tal-. No puede haber cosa más terrible que enfrentarnos a nuestro mayor miedo cada día, y verlo confirmado. Habiendo abandonado toda esperanza, casi como una piadosa sugerencia, no podemos más que temer, no la prolongación del suplicio, sino cualquier rastro de esa misma esperanza que pueda intentar regresar. Más vale que no lo haga, ya sabemos que será eventual e indefectiblemente defraudada. Solo traerá consigo mayor dolor, nada más. Examinándolo ahora no puedo más que reafirmar mi conclusión de que el miedo que mantuvo despierto a mi amigo durante el resto de su vida, salvando los momentos en que las pastillas lo forzaban al sopor que no se puede llamar sueño, el miedo que lo impulsó a ser quien fue luego, fue el miedo a soportar la comprobación una vez más de que ya no podía soñar. Un miedo similar al de aquellos extranjeros al amor que evitan bares en la esperanza de no encontrar una muchacha hermosa por la cual, saben de antemano, no podrán sentir nada. Un miedo que nunca termina de llegar al territorio de la envidia pero que no puede hacer más que preguntarse, ¿por qué yo?

Con resignación, creo, se sumió en los libros como alternativas degradadas de soñar. Ahora vive en un condominio cerca de la costa. Creo que se ha casado y sus hijos son menos insomnes que él. Alguna vez hablando por teléfono y palpando su desdicha le sugerí que escribiera sus sueños, tal vez el ejercicio de nostalgia lo animara, pero me respondió que ya no podía recordar ninguno. Después de eso comencé a distanciarme. Ahora hace algunos años que no lo veo y en mi mente lo trato como si tuviera una rara e incurable enfermedad de la que no quisiera contagiarme o, siquiera, estar cerca. 


7.3.11

Salía a caminar un poco, me lo había recomendado el doctor para la cosa de los pulmones. Agarraba para el lado del campito, apenas en fin de semana, las canchas llenas de chiquilines y padres. Era como si italia o españa estuvieran a la vuelta de la esquina, como si una patada fuera la diferencia entre bellavista y el barza, de gusto. Los gritos pedían a llantos el gol, la expulsión, el brillo. Había leído puntero izquierdo, dado vueltas a un rectángulo de pasto con los zapatos llenos de verde y creído por un rato. Soñar es cosa de grandes, el nene y la pelota, desde chiquito… trabajarlo desde chiquito.

¿Qué sentido tiene contar esto? Le doy vueltas al recuerdo y vuelvo al penal, la roja obligada, sentencia a priori. El pateador se revuelca en el piso. Nadie se adelanta a pedir el riesgoso honor. Los padres en gritos coléricos alaban su semen y la progenie a pesar de madre, capaz. El entrenador piensa y decide decidir lo mejor y se demora buscando el papel que se voló distraído. Los padres, en impaciencia destilada, invaden el campo y a las protestas del juez corren hacia sus retoños de oro. Te toca a vos, dale. Se escuchan y dicen no escuches, vos sos. Se escuchan y desmienten igualitos, no, sos vos. Se escuchan y saltan diciendo no es verdad, y lloran en el vuelo breve al cuello o la cara del puño apretado en el miedo… sos vos. El juez dice que se acabó y un golpe le entra en la boca el silbato. La lluvia quiere zanjar el día pero solo los chiquilines escuchan que se van sacando la camiseta, de camino al auto. ¿Alguno dirá, dejá, papá, vamos?

25.1.11

De aguijonear

¿Es para siempre depender que el hombre tiene espalda?

El hombre sintió el escozor en la espalda, como alguna otra vez  otro sintió la mordedura. Había parado un segundo, capaz que ni eso, pero había bastado para que el aguijón se enterrara en la piel. Dio un manotazo, buscando llegar a matar a aquel bicho que se posara en su espalda sólo logrando hundir el aguijón y empeorar la cosa. El movimiento violento había abierto un poco la herida, supo al tentar los dedos manchados de sangre.

Dispuesto a salir de dudas se saco la camiseta y la extendió frente a si. Un punto rojo intenso que poco a poco se oscurecía estaba hacia la mitad de la espalda. Mirando más de cerca pudo ver, o acaso adivinar, la minúscula perforación hecha por el aguijón. Intentó de nuevo llegar a tocar la herida, tal vez incluso sacar aquella cosa que había quedado ahí, sin resultados. Sus extensos brazos quedaban cortos una y otra vez, tanto viniendo desde arriba y doblándose detrás de la nuca como cuando venían desde abajo de la axila, rodeando el vientre. Podía, eso si, con gran esfuerzo llevar el reverso de la mano, como antes, contra el lugar que sentía cada vez más molesto. De nuevo sus dedos se mancharon de sangre, incluso creyó palpar la punta del aguijón, pero sus dedos resultaban torpes en esa posición forzada y solo hacían que se hundiera más en la carne húmeda.

Cuando el hombre hubo acabado su análisis una mueca de miedo y angustia sobrevoló su faz. Duró tan solo uno o dos segundos. Luego la decisión volvió al rostro. El hombre se puso de nuevo la camiseta y comenzó a caminar a paso vivo, adivinando con miedo la mancha que crecía a cada zancada. El camino era estrecho y difícil, por lo que se ayudaba cada tanto con los brazos, sintiendo las punzadas de dolor cada vez. El sol a pleno se escabullía a través de los altos árboles hasta él, aumentando el calor natural de aquel lugar. El sudor salado se deslizaba por su espalda hasta la herida produciendo una irritación demoníaca. Después las gotas seguían su camino bajando por el resto de su espalda hasta la cintura mezcladas con la sangre que no paraba de manar, produciéndole escalofríos y turbándolo.

Su casa hendida al monte le pareció una visión fantasmal cuando finalmente arribó. Se llevó por tercera o cuarta vez la mano a la espalda y con dificultad, virtualmente a ciegas, encontró de nuevo el origen de aquella gran mancha que cubría la tela. Resistió la tentación de escarbar dentro del pequeño montículo por unos momentos más mientras entraba a la casa. Fue directo al baño y allí, sin mediar vacilación, tomó el espejo que colgaba sobre la pileta y fue hacía la cocina. Con un cuchillo intento marcar la superficie pulida, logrando después de varios esfuerzos astillar repetidas veces sus manos y el vidrio. Tal vez aún podía discernir que aquello era una locura porque dejo a un lado el cuchillo, levantó el espejo y lo golpeó una vez contra la mesa. Sus manos quedaron cubiertas con la pintura, y alguna que otra lasca se alojó en sus callos. Ya era imposible distinguir entre la sangre de la espalda y la otra como filtrándose por debajo de la piel. Intranquilo miró los pedazos que se habían desperdigado por el piso, eligiendo dos particularmente grandes y enteros en comparación al resto, uno de los cuales aún tenía pegada detrás la cuerda de la que antes colgaba. Esto pareció alegrarle la cara hasta que una nueva punzada, está más dura y amenazante, borró todo rastro de aquella sensación pasajera.

Volvió al baño y se quito la camiseta que apenas conservaba algún resto de blanco en la espalda. Colgando la parte del espejo aún con la cuerda en la pared, tomó la otra en la mano y dejo que el agua de la canilla corriera juntando cuanta podía en una taza y tirándosela por la espalda. Repitió esto una o dos veces sin saber a donde en realidad apuntaba. Una especie de pústula virulenta se reflejaba en el fragmento de espejo que sostenía apuntando a su espalda, pero la posición le resultaba demasiado incomoda, ya lo intuía (por eso el espejo), para realizar la tarea que tenía por delante. Parado de espaldas delante del pedazo colgado empezó a jugar con los reflejos intentado ver, si es que se podía, la herida. El montículo ya abarcaba gran parte de la zona, llegando con su deformidad hasta los omoplatos en su límite superior y a unos veinte centímetros por encima de la cintura en el inferior. Esa inmensa joroba chata hacia el centro palpitaba con su propio ritmo, comprobó aterrado. El tiempo sin descanso se consumía a medida que las secreciones del aguijón hacían efecto.

Solo entonces, viendo con sus ojos su ruina, el hombre deseó gritar, y así lo hizo. La voz invadió la vivienda hasta su último rincón arrancándole un eco lúgubre, al que el hombre quizás temió tanto o más que a la herida. Nadie acudió a ese primer alarido, ni a ninguno de los posteriores cuando comenzó a trabajar entre reflejos sobre la herida. Con el cuchillo lavado o seco hizo presión sobre la piel estirada y de aspecto virulento entre el morado y el negro. No sintió dolor, y eso lo preocupó aún más. Empujó un poco más y ahora sí se hizo presente la lacerante sensación de invadir la carne con el metal, de hurgar con la punta en la masa de sangre, piel y carne tratando de abrir cuanto se pudiera y de sacar aquel aguijón de ese enorme cráter que se estaba formando. La sangre manaba copiosa y purulenta, blancuzca, tapando permanentemente la herida. El hombre debía parar una y otra vez para echarse un nuevo golpe de agua y seguir buscando. Sabía, no sabía cómo, que allí estaba aquel cuerpo extraño, entre los pliegues de carne o antes hacia la superficie revestida de piel.

Las gotas de sudor frío seguían deslizándose por su cuerpo, está vez mezclándose con las lágrimas de sufrimiento y rabia. Varias veces se ensució el pequeño espejo con ellas cuando se agachaba a levantar el cuchillo que se había caído de sus manos cada vez más torpes. Finalmente prescindió de la herramienta por ya no poder manejarla, por hacer más daño que bien, y siguió la lucha por lograr arrancar aquella cosa endiablada con sus dedos y uñas, incluso los nudillos con los que ya en el colmo de la desesperación se golpeaba y hacía presión para lograr que como un volcán el montículo escupiera el aguijón. Los minutos pasaban sangrientos, entre los reprimidos gemidos y el ruido de las gotas que enrojecían el piso. En el límite de su resistencia decidió hacer un último, seguramente vano, intento. Aguantando todo lo que pudo hizo fuerza, todo su cuerpo, entrando en la carne con las uñas, meticulosamente ampliando la sangría con ahínco y saña, como si de él no se tratara. Y en medio de ese empeño sintió la misma punción del comienzo, o una similar, en uno de sus dedos. Asegurando la preciosa carga sacó su puño rojo de su espalda en la que este estaba inserto como si se tratara de un arma letal.

Al fin, pensó. Una lanceta de unos tres o cuatro milímetros bailoteaba en su palma, insolente si se quiere. El hombre satisfecho dejo el fragmento de espejo sobre la repisa y vino a sentarse frente a la ventana por donde las últimas trazas de sol se colaban, muriendo cada vez más cerca de la pared. Con la mano abierta de esa manera, apoyando la espalda mutilada en la pared, y los ojos rojos del llanto engañándolo inocentemente pensó en todo eso que el dolor, el miedo y la esperanza habían mantenido a raya.

Pensó el hombre en la soledad, en la distancia, los años y la verdad. Pensó en algún compadre, como ese otro de la yaracacusú en una instancia similar, y luego de nuevo en la lejanía, en el aislamiento y, finalmente, la muerte.

4.1.11

¿Qué decís, papá?

El viejo estudió los límites del latín durante años, tantos que finalmente no tuvo más opción que confundir los dos mundos, diluir las dos culturas en una y rendir su lengua materna en esa lengua neonata. Primero fueron unos pocos términos, conceptos más amplios y antiguos de lo que las palabras podían contener. Abolir su historia, refugiarse en el origen caprichoso al que lo remitían los sabios era un gesto esperanzado en la capacidad de decir, de finalmente significar.  En realidad aquello probó ser inalcanzable. Aún con esas palabras que parecían murmullos o errores, trastabillar de la lengua, el sentido permanecía entre sombras, oculto y difuso, como si decir no pudiera ser otra cosa que tender un denso manto sobre cada idea. La familia al principio no hizo otra cosa que normalizar, formalizar cada anomalía de lengua. Las palabras se volvieron definitivamente ambivalentes. En cada oración sus hijos leían una idea moderna en lo que era en realidad absoluto arcaísmo, conservadurismo a ultranza. Humanidad: gesto insignificante, desprecio contumaz a toda institución que no fuera palabra. Cuando los hijos comprendieron lo que sucedía recurrieron a profesores, colegas, que conocían la lengua en la que había decantado el habla del viejo.

Era tarde. En la soledad de su locura el hombre había aprendido por qué una lengua era muerta. La imposibilidad de insertar en un universo de signos y sentidos, de aclarar en base a esa noche más profunda que era nueva lengua, lo fue llevando a los límites de la insania, de la afasia. Formular una idea era la tarea de un titán que se levantaba contra un logos desafiante. Decir era sentido, asegurar, miedo a negar. No había novedad en sus preocupaciones, y saber eso no servía de nada. El final de la palabra, el silencio multiforme, era una escapatoria valida, así que legó en esta el resto de su mente. Al final, cuando su vida escapaba en las ganas de decir, cuando profesores de todas las lenguas conocidas trataban compulsivamente de comunicarse con él, él negaba sistemáticamente entender. En su summum pudo apagar la mente, desmontar la lengua y dejar de pensar. Su muerte no fue mucho después, si acaso reafirmando aquello que une habla y vida.