25.1.11

De aguijonear

¿Es para siempre depender que el hombre tiene espalda?

El hombre sintió el escozor en la espalda, como alguna otra vez  otro sintió la mordedura. Había parado un segundo, capaz que ni eso, pero había bastado para que el aguijón se enterrara en la piel. Dio un manotazo, buscando llegar a matar a aquel bicho que se posara en su espalda sólo logrando hundir el aguijón y empeorar la cosa. El movimiento violento había abierto un poco la herida, supo al tentar los dedos manchados de sangre.

Dispuesto a salir de dudas se saco la camiseta y la extendió frente a si. Un punto rojo intenso que poco a poco se oscurecía estaba hacia la mitad de la espalda. Mirando más de cerca pudo ver, o acaso adivinar, la minúscula perforación hecha por el aguijón. Intentó de nuevo llegar a tocar la herida, tal vez incluso sacar aquella cosa que había quedado ahí, sin resultados. Sus extensos brazos quedaban cortos una y otra vez, tanto viniendo desde arriba y doblándose detrás de la nuca como cuando venían desde abajo de la axila, rodeando el vientre. Podía, eso si, con gran esfuerzo llevar el reverso de la mano, como antes, contra el lugar que sentía cada vez más molesto. De nuevo sus dedos se mancharon de sangre, incluso creyó palpar la punta del aguijón, pero sus dedos resultaban torpes en esa posición forzada y solo hacían que se hundiera más en la carne húmeda.

Cuando el hombre hubo acabado su análisis una mueca de miedo y angustia sobrevoló su faz. Duró tan solo uno o dos segundos. Luego la decisión volvió al rostro. El hombre se puso de nuevo la camiseta y comenzó a caminar a paso vivo, adivinando con miedo la mancha que crecía a cada zancada. El camino era estrecho y difícil, por lo que se ayudaba cada tanto con los brazos, sintiendo las punzadas de dolor cada vez. El sol a pleno se escabullía a través de los altos árboles hasta él, aumentando el calor natural de aquel lugar. El sudor salado se deslizaba por su espalda hasta la herida produciendo una irritación demoníaca. Después las gotas seguían su camino bajando por el resto de su espalda hasta la cintura mezcladas con la sangre que no paraba de manar, produciéndole escalofríos y turbándolo.

Su casa hendida al monte le pareció una visión fantasmal cuando finalmente arribó. Se llevó por tercera o cuarta vez la mano a la espalda y con dificultad, virtualmente a ciegas, encontró de nuevo el origen de aquella gran mancha que cubría la tela. Resistió la tentación de escarbar dentro del pequeño montículo por unos momentos más mientras entraba a la casa. Fue directo al baño y allí, sin mediar vacilación, tomó el espejo que colgaba sobre la pileta y fue hacía la cocina. Con un cuchillo intento marcar la superficie pulida, logrando después de varios esfuerzos astillar repetidas veces sus manos y el vidrio. Tal vez aún podía discernir que aquello era una locura porque dejo a un lado el cuchillo, levantó el espejo y lo golpeó una vez contra la mesa. Sus manos quedaron cubiertas con la pintura, y alguna que otra lasca se alojó en sus callos. Ya era imposible distinguir entre la sangre de la espalda y la otra como filtrándose por debajo de la piel. Intranquilo miró los pedazos que se habían desperdigado por el piso, eligiendo dos particularmente grandes y enteros en comparación al resto, uno de los cuales aún tenía pegada detrás la cuerda de la que antes colgaba. Esto pareció alegrarle la cara hasta que una nueva punzada, está más dura y amenazante, borró todo rastro de aquella sensación pasajera.

Volvió al baño y se quito la camiseta que apenas conservaba algún resto de blanco en la espalda. Colgando la parte del espejo aún con la cuerda en la pared, tomó la otra en la mano y dejo que el agua de la canilla corriera juntando cuanta podía en una taza y tirándosela por la espalda. Repitió esto una o dos veces sin saber a donde en realidad apuntaba. Una especie de pústula virulenta se reflejaba en el fragmento de espejo que sostenía apuntando a su espalda, pero la posición le resultaba demasiado incomoda, ya lo intuía (por eso el espejo), para realizar la tarea que tenía por delante. Parado de espaldas delante del pedazo colgado empezó a jugar con los reflejos intentado ver, si es que se podía, la herida. El montículo ya abarcaba gran parte de la zona, llegando con su deformidad hasta los omoplatos en su límite superior y a unos veinte centímetros por encima de la cintura en el inferior. Esa inmensa joroba chata hacia el centro palpitaba con su propio ritmo, comprobó aterrado. El tiempo sin descanso se consumía a medida que las secreciones del aguijón hacían efecto.

Solo entonces, viendo con sus ojos su ruina, el hombre deseó gritar, y así lo hizo. La voz invadió la vivienda hasta su último rincón arrancándole un eco lúgubre, al que el hombre quizás temió tanto o más que a la herida. Nadie acudió a ese primer alarido, ni a ninguno de los posteriores cuando comenzó a trabajar entre reflejos sobre la herida. Con el cuchillo lavado o seco hizo presión sobre la piel estirada y de aspecto virulento entre el morado y el negro. No sintió dolor, y eso lo preocupó aún más. Empujó un poco más y ahora sí se hizo presente la lacerante sensación de invadir la carne con el metal, de hurgar con la punta en la masa de sangre, piel y carne tratando de abrir cuanto se pudiera y de sacar aquel aguijón de ese enorme cráter que se estaba formando. La sangre manaba copiosa y purulenta, blancuzca, tapando permanentemente la herida. El hombre debía parar una y otra vez para echarse un nuevo golpe de agua y seguir buscando. Sabía, no sabía cómo, que allí estaba aquel cuerpo extraño, entre los pliegues de carne o antes hacia la superficie revestida de piel.

Las gotas de sudor frío seguían deslizándose por su cuerpo, está vez mezclándose con las lágrimas de sufrimiento y rabia. Varias veces se ensució el pequeño espejo con ellas cuando se agachaba a levantar el cuchillo que se había caído de sus manos cada vez más torpes. Finalmente prescindió de la herramienta por ya no poder manejarla, por hacer más daño que bien, y siguió la lucha por lograr arrancar aquella cosa endiablada con sus dedos y uñas, incluso los nudillos con los que ya en el colmo de la desesperación se golpeaba y hacía presión para lograr que como un volcán el montículo escupiera el aguijón. Los minutos pasaban sangrientos, entre los reprimidos gemidos y el ruido de las gotas que enrojecían el piso. En el límite de su resistencia decidió hacer un último, seguramente vano, intento. Aguantando todo lo que pudo hizo fuerza, todo su cuerpo, entrando en la carne con las uñas, meticulosamente ampliando la sangría con ahínco y saña, como si de él no se tratara. Y en medio de ese empeño sintió la misma punción del comienzo, o una similar, en uno de sus dedos. Asegurando la preciosa carga sacó su puño rojo de su espalda en la que este estaba inserto como si se tratara de un arma letal.

Al fin, pensó. Una lanceta de unos tres o cuatro milímetros bailoteaba en su palma, insolente si se quiere. El hombre satisfecho dejo el fragmento de espejo sobre la repisa y vino a sentarse frente a la ventana por donde las últimas trazas de sol se colaban, muriendo cada vez más cerca de la pared. Con la mano abierta de esa manera, apoyando la espalda mutilada en la pared, y los ojos rojos del llanto engañándolo inocentemente pensó en todo eso que el dolor, el miedo y la esperanza habían mantenido a raya.

Pensó el hombre en la soledad, en la distancia, los años y la verdad. Pensó en algún compadre, como ese otro de la yaracacusú en una instancia similar, y luego de nuevo en la lejanía, en el aislamiento y, finalmente, la muerte.

4.1.11

¿Qué decís, papá?

El viejo estudió los límites del latín durante años, tantos que finalmente no tuvo más opción que confundir los dos mundos, diluir las dos culturas en una y rendir su lengua materna en esa lengua neonata. Primero fueron unos pocos términos, conceptos más amplios y antiguos de lo que las palabras podían contener. Abolir su historia, refugiarse en el origen caprichoso al que lo remitían los sabios era un gesto esperanzado en la capacidad de decir, de finalmente significar.  En realidad aquello probó ser inalcanzable. Aún con esas palabras que parecían murmullos o errores, trastabillar de la lengua, el sentido permanecía entre sombras, oculto y difuso, como si decir no pudiera ser otra cosa que tender un denso manto sobre cada idea. La familia al principio no hizo otra cosa que normalizar, formalizar cada anomalía de lengua. Las palabras se volvieron definitivamente ambivalentes. En cada oración sus hijos leían una idea moderna en lo que era en realidad absoluto arcaísmo, conservadurismo a ultranza. Humanidad: gesto insignificante, desprecio contumaz a toda institución que no fuera palabra. Cuando los hijos comprendieron lo que sucedía recurrieron a profesores, colegas, que conocían la lengua en la que había decantado el habla del viejo.

Era tarde. En la soledad de su locura el hombre había aprendido por qué una lengua era muerta. La imposibilidad de insertar en un universo de signos y sentidos, de aclarar en base a esa noche más profunda que era nueva lengua, lo fue llevando a los límites de la insania, de la afasia. Formular una idea era la tarea de un titán que se levantaba contra un logos desafiante. Decir era sentido, asegurar, miedo a negar. No había novedad en sus preocupaciones, y saber eso no servía de nada. El final de la palabra, el silencio multiforme, era una escapatoria valida, así que legó en esta el resto de su mente. Al final, cuando su vida escapaba en las ganas de decir, cuando profesores de todas las lenguas conocidas trataban compulsivamente de comunicarse con él, él negaba sistemáticamente entender. En su summum pudo apagar la mente, desmontar la lengua y dejar de pensar. Su muerte no fue mucho después, si acaso reafirmando aquello que une habla y vida.