12.5.11

Angor


Cuando ya ni vida le quede
finalmente podrá morir.



Ese era su nombre, el de aquel que era dos veces siendo uno. Su yo de agua y su yo que cuelga. Un yo de rizos húmedos y fluidos, de la luna en el pecho y las estrellas a sus pies. De luces danzantes. Un yo que fluye quieto, obediente, como pez sobre las ondas del río. Un yo de murmullos de guijarros y espuma en la ribera, apacible como fluir mismo.

Y ese otro yo tan diferente de aquel, ese yo que mira la misma luna borrosa sin dientes al revés. Un yo de pelo sangrado, de lengua y piel levemente escaldadas. De pies descalzos color carbón. Un yo que ya no se debate preso, que ya no se agita, que perdió su aletear de pez que saltaba del agua antes de volver a caer, que apenas se mueve al ritmo del viento. Un yo callado hasta de murmullos.

Ajeno e implícito el yo de agua ha asistido al metódico juego de ellos. Una inquina sin ira ni odio, tan desprovista de pasión, tan metódica, tan sin fin ulterior. Solo placer silencioso y paciente, de hurgar, de arrancar, de forzar... hilándose en la armonía de acercar en cada paso la noche al final pero sin nunca permitirle acabar.

Entretanto el que cuelga ha huido al ensueño fuera del horror pausado e insistente. Del insidioso silencio y los rostros apáticos que de a poco, pronto, usando tenazas heladas removerían las uñas, y más tarde la piel misma, con calma, como quien no tiene apuro, al mismo tiempo que sobre el puente sigue pasando un incesante río de lejanas y fugaces luces.