6.7.11

En el medio de la habitación hay un charco de agua amarronada. Se ha roto el caño del apartamento de la casa de arriba. Cada tanto cae una nueva gota y ablanda mi pensamiento, lo distrae de las preocupaciones y lo obliga a agilizar sus decisiones, por otro lado prosaicas a esta altura. La gota lo lleva a recordar alguna época anterior al tiempo que se puede medir con el reloj dorado de pulsera o con el de pared herencia.

Inmiscuyéndose en la neblina, impulsados por el olor del agua, mis pensamientos deciden imbricarse con el sueño, y mientras sigo sumando con los dedos torneados alrededor de la lapicera estoy también en ese pasado acrónico. Sobre la mesa de caoba y fresno la agenda tiene los nombres de gente que no veo hace tiempo. Los representantes de algunas imprentas vienen hoy a preguntar por los últimos recortes y si tenemos algo más que agregar. Todo parece pronto. Tengo la sensación, como un vahío de mareo, de que si me pusiera a sumar con este yo me perdería en el instante y estaría de nuevo frente al charco. Solo la bifurcación constante puede mantenernos duales.

El teléfono suena dos o tres veces y cuando atiendo las noticias fluyen como un deja vu, si quisiera como truco de prestidigitador podría adelantarme a lo que me van contando con voz agitada. Es diferente poder dar con calma y simulado nerviosismo las órdenes, órdenes que resultan tan fáciles, claras, indiscutibles cuando se recuerdan ya dadas. De a poco he comprendido qué momento estoy reviviendo, mi otro yo ya llega a los setecientos, y yo estoy seguro de que de un momento a otro entrará Lucy a buscarme. Comeremos en el restaurante, verduras salteadas ella y yo un buen bistec al cordon bleu. Las copas rebosaran un rato y después sacaré la billetera para pagar. Demasiado raro suena saber que eso sucederá. Que ninguna llamada interrumpirá la tarde, la cortará en seco. Ochocientos. Podría hacer cualquier cosa por alterar el recuerdo, levantar el teléfono y llamar a Lucy, cancelarlo todo e ir a casa temprano. Despedir a Henry. Cualquier cosa. Pero no tengo un motivo, una razón, a no ser ese deseo de alterar mi memoria. Pero cuál es el punto de revelarse contra lo ya sucedido, tratar de cambiar el recuerdo, la historia como de granito, sus consecuencias, fallas de diseño persiguiéndonos. Novecientos.

Escribo la nota que estoy pensando mientras cuento, lo hago con la pluma Montblanc, feliz de poder volver a sentirla entre mis dedos. La conexión se tensa cuando en común acuerdo mis dos yo apretamos los dedos en el gesto de escribir. Mil ciento veinte. Si pasa de nuevo se acabó, lo sé, lo presiento. Debo apurarme. Empiezo por lo que puedo recordar, no ocupa más de una carilla. Tomo aire, como si me hubiera cansado echar fuera todo hasta un presente aleatorio, una hora que no era una fecha en ningún almanaque que conservara. Al saltar ese ahora ficto comienza la ficción de un futuro que es imposible biológica y físicamente recuerde. Señalo los fallos antes de cometerlos, como si en lugar de accidentes hubieran sido premeditados e intencionales, como si nunca hubiera sido mi intención prevenir, evitar. Había menos remordimiento en la tinta que en las palabras: cómo me arrepiento de algo que aún no ha sucedido, que podría no suceder, que de suceder ya estaré prevenido. Mil trescientos. Mi yo está como a través de una neblina, a medida que escribo eso que creo un futuro pierdo la certeza, como si mi convicción se trasladara al papel, como si pudiera residir solo en un lugar a la vez y no más.

Cuando termino estoy sudando. No puedo asegurar lo que he escrito sin leerlo antes pero tampoco me animo a eso. Sospecho que casi es la hora de ir a ver a Lucy como tenía planeado pero me preocupan las carillas manuscritas frente a mi. Mil ochocientos. Las guardo en la caja fuerte adivinando una neblina sobre mi mano, como si se borroneara y unos dedos parecidos se apoyaran al mismo tiempo sobre la manija. Al meter los papeles dentro, sin haberme atrevido a leer nada hasta ese momento, mis ojos se posan sobre las últimas letras que dicen adiós. La otra mano se disuelve, como si al fin pudiera enfocar bien la vista.