8.2.12

Llueve encausadamente, creo que puedo morir. No pretendo la insensatez de completar la Historia antes de irme a acostar esta noche. Las grandes obras requieren su tiempo y apurarlas es más deshonroso que dejarlas truncas. Vale más el presentimiento de lo glorioso que la comprobación de lo mediocre. Digo morir porque es lo que seguramente suceda cuando me duerma, cuando esté dormido. La Historia eventualmente lo contaría, como está destinada a hacerlo con todo, pero aún no he llegado a ese punto por lo cual las circunstancias permanecen ocultas, no escritas. 

Puedo si hablar del 1400, los años de Juana y las atrocidades cometidas contra su cuerpo antes de la pira. No tiene importancia, el afrancesamiento del público ha entrado en recesión. De todas maneras esa parte ya está escrita y cualquiera podría consultarla. Es lo de ahora, diez o quince años a este tiempo, lo que falta escribir. Calculo que serán unas siete u ocho semanas de trabajo sin detenerme como hasta ahora. No entiendo por qué de repente tengo ganas de dormir. El sueño me había dejado en paz, sin necesidad de píldoras o esas cosas. No sería cierto decir que no había dormido en los últimos años, pero la mentira mayor sería decir que me había detenido en mi trabajo. Podía dormir y trabajar al mismo tiempo, copiar del registro poroso de mi memoria al papel, como un autómata, como si fuera una tarea que no requiriera la vigilancia alerta de un alma. 
 Entonces no es el sueño en si mismo, sino la tentación de acostarme lo que no es normal. 

La última vez que me acosté fue hace siete u ocho años, la madrugada del 15 de mayo. Las columnas revueltas de apariencia griega sobre las que escribía comenzaban a tornearse en mi mente. Era un cansancio diferente a los anteriores, sentía el peso en la piel, como pequeñas plomadas que subían y bajaban sin violencia, pero entorpecían los movimientos de lo que contaba. Las batalla, Leonidas y después Termópilas estaban tomando demasiado, incluso algunas muertes quedaban erradas. El contrato era de una claridad que asustaba, podía tomarme todo el tiempo que quisiera –era en mi interés apurarme– pero nunca podía volver atrás, corregir nada. Lo sabría todo, todo, pero habría una inmanente posibilidad de cambio en mi plasmar en las hojas que se iban apilando. 

Al principio me levantaba cada tanto a buscar café, más por la compañía que por la cafeína, ya lo he explicado. El cuarto estaba siempre mal iluminado sin importar la hora y en algunos momentos sé que escribía a oscuras más lleno de fe que de certeza en lo que hacía. Era algo absolutamente mecánico, intuitivo al extremo y tan fugaz que se volvía adrenalínico, intoxicante. Las primeras semanas pensé que me volvería loco, tal era el ritmo que debía mantener. Saltaba los siglos con una agilidad que ningún hombre podría soñar, yo mismo dudaba serlo en los cambios de hoja, el único respiro que encontraba. Lo primero en volverse intrascendente fue la muerte, obviamente seguida por la guerra. No era por su frecuencia o rareza, sino por una condición de constancia, de irreparable falla. Algunas las provoqué yo, equivocaciones, distracciones de cuando aún pensaba en el incorpóreo afuera, cuando todavía abría los ojos. Esos errores por mi parte no ayudaban a mi creciente indiferencia. Se desarrollaba en mí la seguridad que para realizar mi tarea tenía que dejar de estar ahí, desvanecerme hacia los pasados que contaba. 

Recordaba que era un cuarto de hotel, una mesa con dos cajones y lámparas que se habían quemado en algún momento, de ahí la subsiguiente oscuridad constante. Penumbra sin importar la hora. Las equivocaciones se hicieron menos frecuentes a medida que fui agarrando práctica, dominando mi apatía y canalizándola hacia la tarea. En ese entonces todavía creía recordar correctamente el contrato, y la promesa de un final no era la personificación de una leyenda barata. El que los errores disminuyeran no hizo menos notorios los que de todas formas cometía. Las paredes parecían las receptoras, las que sufrían mi negligencia. De a momentos se volvían doradas, un brillo que dolía, una suntuosidad y un lujo que uno no podía imaginar ni en los más exclusivos palacios. En esos instantes las lámparas se derretían en luminarias con diamantes incrustados que solo dificultaban la tarea con su brillo inconsistente, caprichoso y desalentador por tan solo aparentar los barrotes dorados de mi jaula. No sabía apreciar aquellos cambios, las manifestaciones de lo que no consideraba aún un poder. Inconcientemente lo habré cambiado, porque las paredes empezaron a volverse más oscuras, las láminas doradas empezaron a caer al piso y a desmenuzarse en una arenilla que se metía en los zapatos que parecían no envejecer. Después el piso empezó a emitir un sólido olor a moho, y las paredes tomaron el color correspondiente, adentrándose las grietas que las láminas habían dejado. En algún momento un pedazo del techo cayó a un lado y creí que me asustaba, pude escapar lo suficiente para llegar a la posibilidad de contemplar mi muerte antes de terminar la tarea. Las luces alternaban su fisonomía al mismo ritmo que el resto del mobiliario, pero algo en ellas me hacía pensar que el cambio era inmotivado, que podrían haber permanecido inalteradas de así desearlo. Al menos hasta que se quemaron y empezó la penumbra, ya no sé cuándo.

Dije que puedo morir, luego dormir. Conté algo del pacto diseñado para mi conveniencia. Expliqué algunos detalles menores de mi prisión en esta estancia y sin dudas di suficientes pistas para que alguien que lea esto pueda encontrarme y rescatarme. Peor, aún no puedo deshacerme de lo que tengo delante, la pila de hojas mágicamente disueltas en unas pocas, desentendiéndose de su propio alto, de su densidad, compactándose en apenas una veintena de folios a los que no creo posible haberles dedicado los años de mi vida. Los mejores, los peores, todos los que he tenido desde que me sometí a llevar a cabo esta misión.

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