29.11.14

Tidal waves

El mar avanza como si ya no entendiera sus límites, un metro de alto, retacón y furioso, rápido como un lince a la caza. La carrera de corto aliento, aliento largo y entrepausado para tomar más aire del que se necesita, del que se puede almacenar en los pulmones llenos de agua adelantándose a los hechos. Pulmones derrotistas, haraganes, necesitados pero odiados porque limitan todo otro esfuerzo, toda otra esperanza. Entonces los pies encuentran el barro de antes y el pasto mal cortado y el frío inexplicable del vidrio sin levantar por semanas y el vidrio sin levantar por años que el agua ya pulió del color de la sal y ya no se transparenta cuando en el pie sigue la carrera saliendo y entrando de la arena y la piel que son uno en el reguero de miedo que los sigue sin querer alcanzarlos, descansando en los varios pozos de la subida que sin respeto espera la ola, sin correrse del camino o mirar  disimulada a otro lado. La ola atropella, la deforma como un golpe, un codo en los riñones y sigue su paso largo que empezó hace medias horas que relojes no saben medir sin fuerzas en el juego de golpearse contra las cosas ahogadas.

La carrera se cansa de su propio paso insensato y se detiene sin haber ganado nada de terreno y perdiendo todo lo ganado en el dolor de comprobar la imposibilidad de apoyar el vacío de vidrio en la arena tibia llena de gritos que suben como el agua no parece rendirse. Un alarido se enrama al agua y sube y baja en la forma sin forma que trepa y trepa y la carrera que se queda en su pie solo mientras las otras carreras siguen desoyendo promesas que se habían hecho solo un rato de días antes. La enramada de gritos se calla y aplaca los colores de lo que se hunde temprano en día de drama. Flota antes el techo mal pago o secuestrado en salvo de préstamo fraternal para los cuerpos con aroma a miel de sol o a arena y salvedad de pravia. Si tuviera asomos de balsa catapultada algún demente surfista saltaría a la tabla más rápida del instante y sin control se daría contra las cosas que la ola colecciona en su manto de mugre, fauna y flora, y el surfista se sabría muerto en la hazaña más grande jamás contada. Pero la ola se lo traga de la arena reseca de la espalda llena de resaca despertándolo con el beso de sus muchos labios acumulados en esas medias horas que nadie cuenta.

Mientras, los gritos se suben y bajan de ruedas atravesadas en el camino que miran el agua y sin ganas se hamacan atrás adelante en el mismo lugar, y son abandonadas a los designios del salitre mientras otros juegos de ruedas sí avanzan pasos enteros antes de darse por vencidas en nervios fuera de la ficción. De las ruedas proceden entonces los gritos de otra forma, en otro tono, como si el aura hubiera terminado y ahora fuera todo el impacto del ataque al cuerpo que no se contiene y se explota en la necesidad de decir que muere sin remedio en todas las edades de la muerte cuando llega, acecha tras cada segundo inerte ya monta la ola que agrava la herida de una bahía. Y en el primer beso la envejece la edad y en el segundo se hace fósil listo a irse y se callan los gritos que ya no suben o bajan y se hunden y quedan en el remanso que se succiona arrepentido de tanta destrucción, limpieza de primavera.


17.11.14

Treveros

Treveros, desórdenes, cuerpos en cuerpos y la hora menos indicada para soñar mal, lo que los niños siempre hacen. Tranca padre algunas veces y otras es madre quien busca silenciar las almohadas y dejar fuera, tantas veces fuera, seguro tantas como razones quedan fuera. Todo niño en un punto se rompe, se despelleja su capullo de inocencia y llega a largas sesiones de concluir –niños de antes al menos– que sus padres fueron ellos cuando sus cuerpos conocieron al otro –él y ella regresivos–. Pero siempre –notas más extensas lo calificarían de necesario apostadero de la madurez– existe el tiempo de descubrir y no entender. De desembarcar lejos de Indias y aún anhelar en cada planta especias. O a la inversa, ser antropófagos salvajes o duendes y esperar gratis regalos en la espesura. 

Padre tranca por eso, y madre también. Fija una noche de otras noches cuando ya había memoria entre hermanos –vieja anécdota de dolores antepuestos– el pasador para pasar del mundo mientras se hace otro –o no–. Y así muchas noches de dos pisos y abajo los niños, y arriba y abajo los adultos, mirando las telas de las cortinas de los vientos y las tormentas que resultaban el frenesí de las bocas en la puerta llamando y las bocas en las sábanas y el ojo por la mirilla y las sombras montadas o ni eso, ¿quién necesita luces entre cuerpos? 

Padre y madre trancan, cierran cuando abandonan el mundo y ya hay edad para desolarse, para asolar a solas las ropas en busca de camisas y camisones, apenas la edad para el fuego y no el sorbo de néctares y ajenjos. Entonces una noche de noches la tranca no está y los cuerpos se superponen segmentados en dos espaldas o tres –¿cómo se cuenta lo oscuro?– y del pasillo rasgó la hora y entre rojo los cuerpos, uno o tres –¿quién sabe?– . Tanto cuerpo y tantas lágrimas difíciles –llorar en risas– de saber y no saber.