7.1.15

NO tengo ganas de empezar de cero. Sabiendo el recorrido y la meta el camino se hace predecible y aburrido. Así me quedo en este lugar. Dejo que me empape ese polvo de nubes picado, y pienso. Pienso en los tantos ayeres, como siempre, en los síntomas de cordura, y por tanto busco un rincón quieto en este mundo que gira.

Sollozan mis lágrimas perdidas en el rostro de esta muchacha que abrazo en la calle. Me aferro a ella porque la vida se me demora en las ideas lúcidas del mundo. Como viejito impotente y dependiente me agarro a su brazo para cruzar la calle o la vida. Soy marino, pero temo al agua que rodea la tierra. Temo al sol, a las olas, al mar. Temo a mis ojos que tristes se ven pasar en espejos de lata. Me temo en todo, me soy en poco agradable. Mi fealdad es dura y cruel, como el dolor de esta herida perenne que se queda en mí como las ideas desfilan en jueves de ceniza. 

Los barrenderos limpian las calles mugrientas luego de las ferias vecinales. Es domingo santo, y el santo sale a la calle en procesión. Una paloma vuela lejos del puerto y se interna en el atolladero de la ciudad. Otra ave, gaviota esta, se hunde en las aguas como un cormorán, y sale triunfal con el pico coronado por un pez que en destellos se debate preso. La música celestial se funde y confunde con poca paciencia con los ruidos mundanos, el diario grito, desde el aula de ventanas abiertas. El violín rasgado y torturado se juega a poco la vida en las manos nóveles del futuro nobel. Y una chiquilla lo mira con respeto y admira el juego fino de pases y despases de sus dedos ágiles. El arco se tensa y baila... y baila la gente en la calle a la puerta del arco. Un estudiante de lápiz b se sostiene para ver la luna que se refleja en la catedral sombría, mientras una chica contempla sus caras de granito.

Una malabarista de bolas y naranjas juega a ser maga, y se equivoca y se convierte en otra cosa. Y los que pasan la ven, sin ver las paredes sucias de sangre y grafiti. Y adornadas de arte y grafiti. Se escracha una de las naranjas, se cae al piso y se rompe. El relámpago se moja en la lluvia que le gana al día su luz, y las sombras se adueñan de la calle semidesierta. En eso salgo de casa y canto. Un perro se para a olisquearme. Me muerde, grito de dolor. Me suelta. Su dueño se acerca, también me muerde. Vuelvo a gritar. Ella me oye.