14.4.11

Insomnio



La cercanía debería haber inundado esta crónica, saturando de cariño las palabras, eclipsando la sinceridad a bien de la amistad. No puedo negar la naturaleza del error.

Friedeman



Tuve un amigo que en una época dormía con sinceridad, sin necesidad de aspaviento. Si acaso su único problema cuando joven era que en la sinceridad de su disfrute se adelantaba y no podía conciliar el sueño. Durante horas ese desvelo de naturaleza compleja demoraba el sueño, y cuanto más lo añoraba, es obvio, más se resistía a soltarse a los brazos de morfeo. En el lapso irrestricto de tiempo entre la conciencia y el sumirse en el abismo de pesadillas estoy seguro que era el hombre más feliz del mundo.

Hay veces que prefiero el sueño. No la simplicidad de esa imagen como de vitrina, falsa, deslucida que nos prestan muchas veces, tan clara, tan recordable y perfecta que no puedo creérmela. Así no son mis sueños en todo caso, prefiero la turbulencia de vidas y posibilidades, la epilepsia narrativa contigua más que causal o continua, el abandono de los preceptos de tiempo espacio y materia, el despojo de casi toda relación –más que objeto– en la memoria para en unos pocos minutos reconstruir un mundo, por definición y génesis sin duda endeble, pero forzosamente cierto, porque en él despierto, hundido sin consultas ni miramientos.

Armar un mundo, como con piezas de encastre, gastadas, marcadas de otros usos, nunca nuevas, un mundo que va mostrándose a medida que avanzo y se hace necesario ese avance para nunca llegar al borde, a una playa desierta que se extiende indiferente más allá de donde alcanza la vista, y una breve franja de océano como si en realidad observáramos desde lejos, como si alguna vez si corriéramos hacia el agua encontraríamos eventualmente que el mundo se acaba, sin brusquedad como algo premeditado y perfectamente normal.


Me gusta imaginar que el habría estado lo suficientemente de acuerdo conmigo para hacer suyas estas líneas que yo preparé para que explicara su mundo. Como proyección son pobres, lo sé, pero la afinidad que me genera su historia me obliga a tratar de darle, tardíamente, cierto, las armas que habría necesitado para defenderse de una realidad hostil que lo había privado de una parte de si mismo.

* * *

Al despertar todas las premoniciones son infundadas, los recuerdos de dudosa procedencia y los razonamientos siguen una doble lógica, la cual nos es, como mínimo, desconcertante. La distancia entre los hechos se ensancha a medida que permanecemos despiertos, como recapitulación necesaria para retomar esa vida que dejamos abandonada apenas unos instantes antes. Seguramente muchos temen que esa recapitulación alguna vez no sea posible, entonces la pregunta cambia, ¿existe una solución, un previsión última que nos ponga a salvo de esa posibilidad? ¿Sería realmente necesaria esa solución?


Mi amigo alguna vez prefirió los sueños, ya intenté que lo dijera con mis palabras, no los de vitrina sino los otros. Los prefirió a una realidad insolvente pero sin el reparo del despertar. La amenaza de una adicción previsible nos obligó a internarlo en una clínica. Le suministraban grandes cantidades de café y estimulantes, tratando de mantenerlo en este mundo a través de medidas en el fondo casi irrisorias, difíciles de tomar en serio. Por ese tiempo debí emprender mi viaje. Si hubiera sido de otra forma habría estado para sugerir que le administran otro tipo de curas, les habría recordado que el secreto no está en tratar de mantener al otro en este mundo por la fuerza, sino en darle una razón para que el mismo lo haga, cosas fáciles de decir ahora. Cuando llamaba me contaban sobre su estado deplorable, que sus intereses habían disminuido a unos pocos y más tarde que ya no hacía otra cosa que dormir sin importar cuanta sustancia le suministraran. En ese entonces tampoco tuve la lucidez, los negocios consumían todas mis horas en vela, de considerar si los sueños podían al igual que los libros secar el entendimiento. Si podíamos confundir un mundo y el otro, o lo que es lo mismo, elegir confundirlo. Más tarde, leyendo las divagaciones de otros autores, llegué a la conclusión que cualquier materia puede tener esa cualidad, o mejor, que cualquier entendimiento es susceptible de ese proceso.

Cuando volví mi amigo ya se había curado. Su afán de llenar cada momento con sueño había muerto. Las drogas habían dado en el lugar justo, bloqueando el acceso de su subconsciente o lo que sea que controle los sueños. Ya no anhelaba dormir, pero el secreto de la muerte de ese anhelo era oscuro como pocos. Solo pude acceder a él luego de mucho tiempo y prolongadas entrevistas. Fue tomando forma antes de ardua conclusión que de revelación o confidencia. Probablemente nadie se había preocupado lo suficiente para llevar adelante tal investigación plagada de conjeturas. Al comienzo del tratamiento, al parecer, mi amigo había continuado con su vieja costumbre de dejarse dormir en cualquier momento, pero, de acuerdo a sus declaraciones, ya no soñaba, o no recordaba sus sueños (nunca me he decidido yo mismo a optar por una teoría descartando la otra). En los registros él parecía alternar indistintamente entre ambas expresiones como si significaran lo mismo. En todo caso quedaba claro que ya no tenía disfrute. Según he averiguado siguió tratando durante algún tiempo de recuperar ese disfrute, esas experiencias, pero creo que llegó a la conclusión que había agotado el caudal de sueños que le corresponde a una vida. Conociéndolo nunca habría admitido que drogas profanas podían quitarle su mayor placer, incidir en su mundo privado. Sería prueba suficiente decir que nunca tuvieron que forzarlo, ni una vez, a tomar las pastillas aún a sabiendas de su pretendido efecto. No, él nunca puede haber creído que esas sustancias eran la causa: nunca lo habría proclamado, aún sobre las coincidencias de fechas y dosis, admitirlo habría ido contra su propia esencia. También ese fue uno de los raros secretos de la cura.

Imposibilitado de experimentar, o recordar -ya sutil diferencia si todavía la hay en este caso- , comenzó a temer la prolongación infinita de esa ausencia. Como posibilidad debió resultarle mortificante. Nunca volver a soñar. Aquellos que amamos nuestros sueños con fervor, suponiéndolos algo más que simple aleatoriedad intencional, estamos cerca de saber lo terrible de ese miedo a lo inaccesible. Podría ahora hacer espacio para detallar las medidas que en sus momentos de mayor desosiego tomó para tratar de invocar a sus aliados del sueño, para tratar de atraer hacia sí de nuevo esos mundos que lo fascinaban y que ahora lo habían desterrado. Podría pero no lo haré, la indignidad de los mismos, un hombre en su desesperación, si bien ejemplo perdurable, no debe ser proclamada en su turbiedad, expuesto a la mirada incisiva del biólogo desprovisto de piedad.

Por despertar último, supongo, tuvo el darse cuenta de que nunca más soñaría -en ese entonces no tenía forma de llamar a esa convicción realidad, si bien creo que ya la intuía como tal-. No puede haber cosa más terrible que enfrentarnos a nuestro mayor miedo cada día, y verlo confirmado. Habiendo abandonado toda esperanza, casi como una piadosa sugerencia, no podemos más que temer, no la prolongación del suplicio, sino cualquier rastro de esa misma esperanza que pueda intentar regresar. Más vale que no lo haga, ya sabemos que será eventual e indefectiblemente defraudada. Solo traerá consigo mayor dolor, nada más. Examinándolo ahora no puedo más que reafirmar mi conclusión de que el miedo que mantuvo despierto a mi amigo durante el resto de su vida, salvando los momentos en que las pastillas lo forzaban al sopor que no se puede llamar sueño, el miedo que lo impulsó a ser quien fue luego, fue el miedo a soportar la comprobación una vez más de que ya no podía soñar. Un miedo similar al de aquellos extranjeros al amor que evitan bares en la esperanza de no encontrar una muchacha hermosa por la cual, saben de antemano, no podrán sentir nada. Un miedo que nunca termina de llegar al territorio de la envidia pero que no puede hacer más que preguntarse, ¿por qué yo?

Con resignación, creo, se sumió en los libros como alternativas degradadas de soñar. Ahora vive en un condominio cerca de la costa. Creo que se ha casado y sus hijos son menos insomnes que él. Alguna vez hablando por teléfono y palpando su desdicha le sugerí que escribiera sus sueños, tal vez el ejercicio de nostalgia lo animara, pero me respondió que ya no podía recordar ninguno. Después de eso comencé a distanciarme. Ahora hace algunos años que no lo veo y en mi mente lo trato como si tuviera una rara e incurable enfermedad de la que no quisiera contagiarme o, siquiera, estar cerca.