17.11.14

Treveros

Treveros, desórdenes, cuerpos en cuerpos y la hora menos indicada para soñar mal, lo que los niños siempre hacen. Tranca padre algunas veces y otras es madre quien busca silenciar las almohadas y dejar fuera, tantas veces fuera, seguro tantas como razones quedan fuera. Todo niño en un punto se rompe, se despelleja su capullo de inocencia y llega a largas sesiones de concluir –niños de antes al menos– que sus padres fueron ellos cuando sus cuerpos conocieron al otro –él y ella regresivos–. Pero siempre –notas más extensas lo calificarían de necesario apostadero de la madurez– existe el tiempo de descubrir y no entender. De desembarcar lejos de Indias y aún anhelar en cada planta especias. O a la inversa, ser antropófagos salvajes o duendes y esperar gratis regalos en la espesura. 

Padre tranca por eso, y madre también. Fija una noche de otras noches cuando ya había memoria entre hermanos –vieja anécdota de dolores antepuestos– el pasador para pasar del mundo mientras se hace otro –o no–. Y así muchas noches de dos pisos y abajo los niños, y arriba y abajo los adultos, mirando las telas de las cortinas de los vientos y las tormentas que resultaban el frenesí de las bocas en la puerta llamando y las bocas en las sábanas y el ojo por la mirilla y las sombras montadas o ni eso, ¿quién necesita luces entre cuerpos? 

Padre y madre trancan, cierran cuando abandonan el mundo y ya hay edad para desolarse, para asolar a solas las ropas en busca de camisas y camisones, apenas la edad para el fuego y no el sorbo de néctares y ajenjos. Entonces una noche de noches la tranca no está y los cuerpos se superponen segmentados en dos espaldas o tres –¿cómo se cuenta lo oscuro?– y del pasillo rasgó la hora y entre rojo los cuerpos, uno o tres –¿quién sabe?– . Tanto cuerpo y tantas lágrimas difíciles –llorar en risas– de saber y no saber.

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