10.2.12

Tiritaron los huesos a la primera campanada. A la segunda todo su esqueleto se contrajo y a la tercera su piel se encogió desapareciendo todo pliegue posible. Entre la cuarta y la quinta su pelo y sus uñas se desprendieron como si ya no tuvieran fuerzas para sostenerse. A medida que el sonido se acumulaba y la sexta se desencadenaba sus ojos perdieron el color y quedaron todos de ciegos, glaucos. Las siguientes matizaron el final de su rostro como era conocido, las cuencas de los ojos se cerraron, y entre los dientes que caían desmenuzados la mandíbula crecía como un bulto hacia adentro. La nariz iba hundiéndose casi como simple efecto de una renovada gravedad. A las doce no era más que un gran ovalo de piel sin arrugas que se balanceaba con suavidad sobre la mesa.  Había nacido.

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